Llamas de Gabarrón [Les flammes de Gabarrón]
Vicente Molina Foix
Viendo las esculturas de Cristóbal Gabarrón, sobre todo las que ocupan espacios públicos, pienso en la verticalité des flammes. Así se titula precisamente un capítulo de La flamme d´une chandelle, uno de los más hermosos libros de Gaston Bachelard. En esa obra profunda y reveladora, el filósofo de la Champagne sueña y se entrega al espacio con el impulso de su inconsciente: “Une forme droite s´élance et nous emporte en sa verticalité. Conquerir un sommet réel reste une prouesse sportive”.
Los sueños de Bachelard han sido compartidos en la historia del arte por quienes ansían alzar el vuelo y asemejarse a las torres, a los más altos árboles, hasta poder tocar con sus formas creativas la cúpula del cielo. “Les rêveries de la hauteur”, sigue diciendo el filósofo, “nourrissent notre instinct de verticalité, instinct refoulé par les obligations de la vie commune, de la vie platement horizontale”.
La obra de Gabarrón se desarrolla desde siempre ajena a las obligaciones del lugar común, y en constante rechazo de una vida plate. En varias de las series escultóricas mostradas en Cannes, como por ejemplo la llamada “Torres de la Alhambra’, que data de 2007, y también en otra de las más brillantes de toda su producción, “Atlanta”, realizada entre 1995 y 1996, el artista, trabajando en la primera con fibra de vidrio policromada, y en la segunda mezclando ese material con el acero, nos ofrece paisajes coloreados en los que cada escultura aporta, digámoslo así, un organismo vivo, lleno de movimiento y relieve; situados en esta amplia exposición en su conjunto, sin duda han de adquirir la dimensión de una arboleda aérea. Cada tronco arbóreo recortado y pintado por Gabarrón evoca una naturaleza singular; unidas todas ellas ante nuestra mirada, lo que veremos es un estrato sublime de lo real, esa “realidad segunda” soñada o imaginada que tanto buscaban los poetas románticos como Novalis.
También nos induce al ensueño (rêverie) la formidable pieza exenta creada especialmente para esta muestra de Cannes, el “Homenaje al cine con Camilo José Cela al fondo”, en la que el trípode de acero que sostiene el sugestivo amasijo de formas polícromas suspende en el vacío su figura cinética, obligando a los espectadores, como sucede en las pantallas (¡al menos las de los cines clásicos!), a levantar la vista desde el asiento para conocer su cambiante trama. Cela, premio Nobel de literatura en el año 1989, se sentiría contento vinculando el rico caudal de su palabra literaria con el estallido de color de la escultura que, con su nombre, homenajea al cine. Cela intervino como actor en pequeños papeles fílmicos a finales de los años 1940 y primeros años 50, y sus dos mejores novelas fueron magníficamente llevadas a la pantalla grande, “La familia de Pascual Duarte” (1975) por Ricardo Franco, y “La colmena” (1982) por Mario Camus, donde el novelista vuelve a intervenir brevemente en el reparto; ambos films fueron premiados, el primero en el festival de Cannes y el segundo en el de Berlín, y Cela participó como guionista en una serie en varios capítulos de la televisión española, “El Quijote”, dirigida en 1991 por Manuel Gutiérrez Aragón. Al fin y al cabo, el cine, y lo escribió otro relevante intelectual francés, el antropólogo Claude Lévi-Strauss, es “la substancia de los sueños”.
De Gabarrón nos seduce la combinación de lo rotundo y lo ingrávido; sus materiales pesan, pero la mano del escultor los aligera, haciéndolos movimiento en el aire que los envuelve. Así sucede en las esculturas monumentales. Ahora bien, el artista no sólo compone jardines floridos, bosques de signos cifrados y acogedores. A veces, en su amplio repertorio formal, la naturaleza vegetal o mineral deja entrever presencias vivas, introducidas con la misma soltura de trazo y el mismo apetito de color. Aparecen aquí y allá animales, fieros y mansos, pájaros en libertad, y no es difícil tampoco establecer el correlato de la figura humana en su serie “Quijote” de 2005, donde advertimos, más que siluetas miméticas del caballero Alonso Quijano, el trasfondo fantasista de Don Quijote.
Hay sin embargo otro Gabarrón más íntimo, que también se puede ver en los espacios cubiertos de la ville de Cannes. Me refiero a un Gabarrón esencial que -hablando comparativamente- nos sorprende con sus obras de menor formato. En la serie llamada “Versus”, realizada entre 1992 y 1995, seguimos viendo al maestro del color, al pintor que aplica óleo y pigmento a sus metales creando una especie de galería de aves imaginarias. Quince años después, en 2010, seguramente inspirado por los terribles fantasmas bélicos de nuestra época, Gabarrón hace en su serie “Perros de guerra” lo que yo veo como un homenaje a Goya y a la tradición del tremendismo español, utilizando el motivo del “empalado” que aparece en numerosas obras del genio aragonés, y en especial en tres de las estampas más estremecedoras de ese alegato contra la violencia que fue su serie de grabados “Los desastres de la guerra”. Pienso sobre todo en las estampas tituladas “Grande hazaña! Con muertos!”, “Esto es peor” y “Qué hay que hacer más?”, que muestran imágenes atroces de empalados como los que Gabarrón, con menos truculencia pero igual fuerza patética, sugiere en sus esbeltas y punzantes esculturas.
Como un alivio entre la elevación fogosa de las grandes piezas y el compromiso moral de “Perros de la guerra” veo yo los distintos ejemplos de la serie “Alma de barro” (2008), en la que la yuxtaposición del acero y el barro y los delicados matices de la cerámica consigue un sinfín de hallazgos plásticos, trompe-l’oeils y juegos conceptuales. Ahí Cristóbal Gabarrón, que nunca deja de lado su temperamento pictórico, amplía el repertorio de una obra, la suya, felizmente “in progress”, y “Alma de barro” constituye una suerte de gabinete de imágenes curiosas y sorprendentes con las que el colosal constructor de amplia arboladura busca otros mundos sin dejar de soñar.
Vicente Molina Foix